¿Cómo amó Jesús a los que amaba? ¿Había pasión y cariño en su amistad? ¿Existió alguna vez un matiz de celos o de anhelo? ¿ Se sintió alguna vez emocionado o arrebatado al ver a los amigos? ¿Los necesitaba?
Él era hombre. ¿Cómo se entendió con la “otra,” con las mujeres---no sólo su madre sino las que fueron leales y cariñosas, las que lo amaron y estimaron, las que fueron atraídas a Él, y las que lo atraían?
Tuvo amigos íntimos, amigos por los cuales lloró en Betania, amigos que lloraron por Él. San Pedro, uno de sus amigos más íntimos, lo recordó con cariño en un sermón en la casa de Cornelio. Jesús curaba a la gente. Iba haciendo bien. Perdonaba. En otras palabras, amaba.
Su amor animaba a la gente. Su amor les curó las heridas. Se ilusionaban con su amor. Su amor les animaba el espíritu.
Mientras tanto, María Magdalena lloraba. Mientras lloraba, vio dos ángeles donde antes estuvo el cuerpo. Después al ver a Jesús sin reconocerle, le oyó decir las mismas palabras que los ángeles habían dicho, “¿Por qué lloras?” Encendida por alguna chispa de esperanza o de indignación, soltó con, “Dígame dónde lo han puesto y yo lo llevaré de aquí.” A pesar de la formalidad de estos relatos, es evidente que existe un amor y un apego profundos entre Cristo y sus amigos.
Nosotros los cristianos creemos en un Dios encarnado, tan encarnado que aún después de la muerte, promete que el cuerpo se preservará en toda su gloria. Las emociones, las alegrías, los cariños y los éxtasis corporales mismos son rescatados de las cadenas del espacio y del tiempo. Para un pueblo Pascual, los amores nunca llegan a ser incorpóreos. Una relación puramente platónica es imposible para nosotros---hasta en el cielo. Para algunos cristianos, ha sido difícil a veces aceptar esto, porque imaginan que la única alternativa a un amor incorpóreo es un amor sexual o con fines específicamente genitales. Pero los amigos en la vida de Jesús y los amores emocionantes de nuestras grandes amistades nos enseñan otra manera de amar.
Cristo, con su vida y su pueblo, revela un amor que es completo y fuerte, intenso y duradero, que se puede expresar por la unión sexual pero no es una expresión necesaria. El amor que se promete más allá de nuestro nacimiento y muerte es un amor profundamente humano como es transcendente. Conmueve al corazón y reside también en las cavidades de la eternidad. Así fue como San Pablo pudo escribir con un dolor de cuerpo y de espíritu a sus amigos filipenses: “Los llevo en el corazón siempre y Dios sabe cuánto los echo de menos, amándolos como Jesucristo los ama.”